Se sentía cansado, sin vida. Forzó el paso del caballo y recorrió por unas horas más el camino, hasta que a lo lejos vio aparecer la franja fronteriza entre el cielo y el mar. Recortó con sus ojos la silueta del acantilado desde donde divisó la aldea; ya no era la misma, no la que había abandonado años atrás. Ni su hijo, ni su esposa, ni padres, ni hermanos esperaban su regreso. Sus cuerpos yacían solitarios en algún lugar esperando sepultura. Su pasado moría enterrado entre las ruinas de un pueblo fantasma, quebrado por la mano ensangrentada de soldados que como él luchaban sin comprender la razón. Dos años de guerra en el nombre de algún dios, en el nombre de la justicia ensalzada por un rey ambicioso, le habían arrebatado todo cuanto poseía. El cielo se pintó de luto. Vio en los ojos vidriosos de sus compañeros el reflejo del mar, que lloraba con ellos. La rabia inundó sus entrañas y sintió la punzada del odio. Avanzando hacia la orilla, gritó hasta que el azul profundo de las aguas reconfortó su alma. Y allí mismo, frente al inmenso mar, juró que volvería a levantar su pueblo
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