martes, 31 de enero de 2012

HIJOS DE LA CORTE


Habían pasado catorce   días   desde la noche del parto. La Emperatriz, con dolores silenciados, había dado a luz un hijo varón.  Días antes, yo misma había alumbrado a un niño de igual aspecto que aquel que yo abrigaba entre mis brazos: delgado, frágil y de pálida tez. Nadie conocía la existencia de ese hijo; nadie excepto mi madre, que enterada de mi plan, iba a ser cómplice de una trama que no debería ser descubierta así pasaran los años.
    Esperé a que el ama de cría abandonara el aposento. Envolví a la criatura en tela de lino y vigilando los movimientos   de la guardia   salí protegida por una noche sin luna.   Las sienes me palpitaban. Las sombras que las teas trazaban en el empedrado me sobrecogían.  Presurosa abandoné la plaza alejándome del palacio de Don Bernardino Pimentel. A los pocos pasos emprendidos, mis intenciones a punto estuvieron de convertirse en meros e inútiles   deseos. Adentrándome ya en la calle de Santo Domingo de Guzmán vi volver la esquina a dos frailes en ruegos y oraciones. La calle se convirtió en unos segundos en una trampa sin salida. Un campanario dio las nueve. Bajé la cabeza al cruzarme con ellos. El sudor me impregnaba la toca y de ella escurría el hilillo acuoso que me llegaba hasta el cuello. Se dirigieron a mí con palabras que no entendí.  No pude ver sus rostros, pero sentí que sus ojos se clavaban en el bulto que formaba el niño bajo mis ropas y rogué para que no llorase. Mis ruegos no fueron escuchados y el niño arrancó en un berrido agudo que inquietó mis oídos y mi ánimo. Aquel llanto alertó a los frailes quienes lanzaron maldiciones y acusaciones de brujería sobre mi persona. Sujetando al niño con mayor intensidad corrí calle abajo perseguida por el fraile mas joven. Sin aliento y forzando mi cuerpo, corrí aún mas deprisa. Sentí un fuerte dolor en el pie derecho. Caí golpeándome contra la calzada. El miedo se apoderó de mi mente pero no podía dejarme vencer por él. Levanté con esfuerzo mi cuerpo del suelo y emprendí de nuevo la huida. Tras de mí, el fraile profiriendo palabras de exorcismo respiraba exhausto por el esfuerzo.  Torcí la calle contigua, mire hacia atrás y complacida comprobé que había conseguido zafarme de mi perseguidor.  Tras unos segundos, recuperé el aliento y   me dirigí hacia el rio. Allí esperaba mi madre con mi vástago.  Al llegar a la mansedumbre del rio Pisuerga, introduje mi cabeza en sus aguas refrescándome el cuerpo y hundiendo el miedo en ellas. Me despojé del griñón que la Emperatriz me obligaba a usar y dejé que mi cabello mojado se descolgara humedeciendo mi espalda. Me tumbé sobre la hierba de la orilla y profundamente respiré.
   Mi madre, sin hablar, desenvolvió el fardo en el que tras del llanto inoportuno dormía el hijo de la Emperatriz. Él bebé, que apenas tenía quince días, despertó al sentir el frescor de la noche y volvió a llorar. Sus labios carnosos se abrieron con movimientos armoniosos de succión. Abrí mi corpiño y concedí al pequeño Felipe el alimento de mis propios senos que hasta el amanecer compartiría con mi hijo. Después los dos entramos en un profundo sopor abrigados entre los matorrales de la orilla. Mi madre veló nuestro sueño, el mío y el de los neonatos. 
   El alba llegó rápidamente. Al despertar ni mi madre ni el pequeño príncipe se encontraban junto a mí. Así debía ser, mi madre cumplía mis indicaciones desapareciendo antes de los primeros rayos de sol con el niño robado. Sin demora, cargué con el fardo en el que plácidamente dormía mi hijo.  
 Recorrí las calles andadas la noche anterior evitando pasar por la judería y al llegar al palacio deposité al niño envuelto en lino, en la cuna de encajes y sedas, sabiendo que en pocas horas el ama de cría entraría en los aposentos del príncipe para amamantarlo. No me despedí del niño, no besé su rostro, no quise verlo. En mi mente solo existía la idea fraguada durante largas noches, de hacer de mi vástago un hijo de la corte. El, mi pequeño indefenso, el retoño de una sirvienta, gozaría de la vida que yo, su propia madre, no podría ofrecerle mas que con este arriesgado ardid.
   Escuché pasos y el chirriar de la puerta. El ama de cría entró y se abalanzó sobre la cuna. Revisó al niño, luego me dirigió una mirada desdeñosa y solo acertó a exclamar.
_ ¡Huye, antes de que recobre la sensatez y acuse tu acción!   
Supuse que ella misma como madre había comprendido mis intenciones.
    Al abandonar el recinto sentí una punzada en el costado, un chasquido insonoro en el corazón. Me alejé y regresé a mi improvisada guarida junto al rio.Sola, con los pechos colmados y sin poder aliviarlos con el ser que mi vientre había concebido, tumbada en las inmediaciones de las aguas, sentí el frio que deja el dolor del alma. Sabía que actuaba en bien de mi pequeño, pero al comprender que su destino ya no estaba en mis manos, al entender que jamás volvería a sentirlo junto a mí, grité angustiada inquietando a las ánades que tranquilas se mecían en el rio. Tras ese grito mi alma quedó tranquila, pero de pronto me sobrevino un pensamiento cruel ¿qué sería de mi hijo si descubrieran que no se trataba del príncipe? ¿Y si el ama de cría, que al fin y al cabo era la responsable del pequeño príncipe, me denunciara?  Quizá mi pequeño fuera asesinado y yo capturada y acusada tal vez de brujería. En ese momento tuve la intención de regresar de nuevo hasta el palacio, pero recordé que la plaza del convento de San Pablo a estas horas, estaría custodiada por la guardia y no podría acceder de nuevo al interior del palacio sin levantar sospechas. Comencé a inquietarme. Tuve miedo y creí prudente conservar la calma y así permanecí algunas horas en mi refugio, tras las cuales volvería al palacio.
   El rio me ofreció su frescor y su armonía. Durante aquel tiempo que parecía haberse parado, vi como las aguas arrastraban la hojarasca caída de los árboles e imaginé como mi propio hijo esa misma mañana de junio, saldría por la ventana del palacio para recibir el santo sacramento del bautizo y a partir de ese momento su cuerpo se vería envuelto de la sedosa vida real.
   Cuando el sol llegó a su punto mas alto, emprendí mi regreso al palacio.
   La plaza estaba engalanada con flores y suntuosos adornos. La muchedumbre aclamaba el paso de la comitiva. Un pasadizo elevado fue el camino dispuesto hasta la iglesia de San Pablo. La sonrisa se dibujó en mis labios al ver al Condestable de Castilla portando en sus ilustres brazos al niño, sin sospechar en momento alguno, que quien ataviado del faldón real no era quien debía ser. Junto al Condestable caminaba despacio el Duque de Alba seguido de los elementos bautismales: la vela, la sal, las fuentes y el alba delicadamente confeccionada con bordado de Asís. La aparición de Doña Leonor, Reina de Francia, fue acogida con aplausos y ovaciones y yo, sentí orgullo sabiéndome la progenitora de quien era tan ostentosamente acompañado. Pensé que por derecho natural yo debía haber pertenecido al séquito de mi hijo, pero supe ceder ese privilegio a quien no le pertenecía. ¿Qué mejor dádiva bautismal podía recibir el fruto de mis entrañas, que ser lisonjeado por derecho propio siendo hijo de un cortesano y una sirvienta?
   Ya dentro de la iglesia el niño fue tomado por el emperador Carlos. El agua resbaló por su cabecita.  En medio de los cánticos de júbilo la criatura rompió a llorar. El orgullo que había sentido se transformó en la impotencia de saber que había perdido   la potestad de consolar a mi hijo y nuevamente volvió a mí el chasquido del alma. No pudiendo soportar despojarme de mi maternidad abandoné la plaza. Corrí entre la gente con desesperación. Deseaba el bálsamo de los brazos de mi madre. Solo su calor podría mitigar la desazón, pero sabía que mi madre se había alejado con el príncipe sin retroceder en sus pasos. Arrepentida de mi plan, desee no haberlo hecho. Desee dar marcha atrás en el tiempo y poder así recuperar a mi hijo. Nada había ya que pudiera hacer. La historia de España iba a ser transformada por mí, una joven deshonrada entre muros reales y mi vida truncada por el horror de perder a un hijo.
  Las profundas aguas del rio se me presentaron como el mejor lugar para acabar con mi existencia. El frio cortante penetró en mis huesos, se levantó el aire y elevé mis brazos al cielo. En silencio pedí perdón. Oré sin saber hacerlo. Repentinamente el llanto de un niño pausó mis plegarias.  Giré sobre mí misma y vi a mi madre extendiendo los brazos y ofreciéndome el cuerpo de aquel niño. Retiré las telas que cubrían su cuerpo. Mi madre asintió con la cabeza. Lloré abrazada a ella. Apreté el delicado cuerpecillo en mi pecho y sentí el calor del hijo nacido de mí ser. Di gracias a los cielos de que  mi madre no hubiera obedecido mis órdenes.  Mi hijo sólo pertenecía a mi mundo.      
   Entonces recordé como la nodriza había sido testigo del supuesto cambio de los infantes y a pesar de ello no había avisado a la guardia, dejando así libre y sin acusación mi proceder. Pensé entonces que mi miedo a ser acusada de un hecho no consumado había sido infundado. Era evidente que el ama de cría había reconocido en la cuna al hijo de la Emperatriz. Pero aun así no comprendí el favor de aquella mujer; a nadie, salvo a ella, le estaba permitido entrar en los aposentos del príncipe y hubiera sido razonable que me hubiera denunciado al sorprenderme junto a la cuna. De pronto, mi mente se inquietó al asaltarme una sospecha. Tal vez el niño que yo había robado de sus aposentos no era quien yo creía y si no lo era ¿En verdad hoy había sido bautizado el hijo de una Emperatriz o quizá el de una nodriza?
Con mi hijo en brazos abandoné las inmediaciones del Pisuerga. A mis espaldas, las aguas tranquilas del rio dejaron en el aire el murmullo cómplice de una duda y yo, con cierto recelo y una expresión sonriente en los labios,   exclamé.
_ ¡Dios guarde a nuestro futuro Rey!



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario