En su bolso de mano llevaba una carta; la recibida un mes antes. En ella le comunicaban la admisión de trabajo en una fábrica textil como asesora financiera. Acompañando a la carta, había recibido un cheque para gastos de transporte y la dirección de un hotel donde la empresa tenía reservada una habitación.
Un taxi la llevó al hotel, y allí comenzaron las complicaciones.
En la recepción del hotel, un hombre malhumorado, alto y famélico, le comunicó que aquella reserva había sido anulada dos semanas antes. El hombre, con voz monótona y la vista puesta en otras cosas, siguió hablando diciéndole que lo sentía pero no podría alojarse en el hotel si ella misma no pagaba la habitación.
Intentó ponerse en contacto con la empresa que supuestamente la había contratado. Sucesivas llamadas y un silencio en cada intento, le hizo entender que algo no marchaba bien. Tomó la decisión de acercarse a la embajada. Al salir del hotel, desconcertada por no obtener noticias de la empresa, sobre una mesa, apilados ordenadamente, vio varios periódicos del día. Los ojos de Norma se posaron sobre un titular de la portada. “Textiles Santa Mónica cierra sus puertas tras varios infructuosos intentos de sus dueños por salvar la empresa”
No podía creerlo, había viajado desde Madrid hasta Lima, para leer en un periódico que la empresa donde debía trabajar durante el próximo año ya no existía. Rió nerviosa, se sentó, se levanto, caminó por la recepción del hotel y volvió a acercarse al hombre malhumorado. Sé detuvo frente a él antes de decir nada y después, como si las palabras le salieran a borbotones, confirmó una reserva para aquella noche.
Norma, decidió visitar la ciudad. Lima parecía tener mucho que descubrir, y al fin y al cabo ya estaba allí, ¿que más podía hacer?
Atravesó sin demasiada prisa el centro de la ciudad. Las casas coloniales, muestra de una añeja historia, se levantaban delante de sus ojos. Las balconadas de estilo republicano colgaban en las fachadas, concediendo al centro histórico un carácter de opulencia y abolengo propio de una legendaria vida cortesana. En aquellos momentos, un hombre levantaba las manos llamando la atención de un grupo de personas, todas ellas extranjeras. Iba a comenzar una visita guiada a una de esas casonas, cargada con elegancia y robustez. Norma se hizo un hueco entre los visitantes como una turista más y siguió al guía, enamorándose de todo cuanto sus ojos percibían: Los suelos de brillantes baldosas de mármol, el zaguán, los amplios ventanales enrejados...
Al salir de la antigua casona junto a sus improvisados compañeros, un grupo de niños les esperaban en la puerta. Ninguno alcanzaba la edad de ocho años. Descalzos, mal vestidos, extendían sus manos y tiraban de las ropas de los extranjeros.
Una pequeña de menor edad que los otros chicos, se agarró al brazo de Norma y le miró. Las legañas tapaban sus ojos. Norma, delicadamente, retiró aquellas secreciones lagrimales y tras estas, aparecieron unos ojos, grandes, bellos, tristes. Norma sonrió a la pequeña, le dio unas monedas pero la niña no sonrió.
Durante la mañana, Norma no quiso pensar en su mala suerte. Paseó por las calles de Lima, tomó varios cafés y algún bocado y al comenzar la tarde, pensó en visitar algún barrio periférico de la ciudad.
El camarero del último bar le recomendó que no lo hiciera y le advirtió, que los turistas no eran bien recibidos en alguno de esos barrios.
Pero Norma no se amilanó; nada peor podía pasarle después de encontrarse en Perú, sin el trabajo prometido y habiendo recorrido miles de kilómetros en un avión para tener que regresar de nuevo a España.
Persuadida por la idea de conocer la otra realidad de Lima, alquiló por unas horas, un destartalado automóvil sin licencia para transportar pasajeros. Su conductor, a cambio de unos dólares, aceptó acompañarla a las barriadas.
Norma recorrió las calles embarradas, apenas unas pocas estaban cubiertas de asfalto. Las casas se resumían en chabolas desvencijadas y apunto de ruina. Sus habitantes, apostados en las puertas de las casas, miraban a Norma con recelo, clavando sus ojos en ella, como queriendo atravesarla hasta llegar al mas profundo rincón de su alma. Los ancianos, mascando algo parecido al tabaco, con las manos retorcidas y desgastadas, esperaban sentados el transcurso del día, y los niños, corriendo entre los charcos y los perros, que aullaban al paso de Norma, paseaban su corta vida abocada a la enfermedad y a la penuria, sin que nadie lo remediara.
Norma sintió miedo, no por lo que pudiera ocurrirle en aquel submundo de pobreza y dolor, su miedo, se debía a no llegar a diferenciar ente la realidad de lo que veía y su propio interés turístico por aquellos barrios. Tuvo miedo de perderse entre la curiosidad anteriormente sentida, y la miseria de aquellos hombres.
Provista de una cámara, no fue capaz de hacer ni una sola foto.
A medida que avanzaba por las calles, entre las chabolas y sus gentes, iba sintiendo retortijones en el estomago, nauseas provocadas no solo por el hedor sino por una conciencia impregnada de culpabilidad. Y ese sentimiento, que la hacía sentirse como una espía indigna, removía sus entrañas hasta hacerla vomitar.
De pronto, algo rozó su pierna desnuda y retrocedió asustada. Luego, dirigió sus ojos hacia el suelo y vio una mano que acariciaba su vestido. Fue subiendo la mirada, hasta ver completa la figura de quien le acariciaba suavemente, aquella figura a quien pertenecía esa mano que limpiaba el barro de sus zapatos. Y entonces, vio unos ojos bellos y tristes. Los mismos que aquella misma mañana había visto. Era la misma niña, la misma mirada.
Norma corrió todo lo deprisa que pudo. Con lágrimas, se introdujo en el automóvil alquilado e indicó a su conductor que la sacará de allí.
Mientras secaba sus ojos, el conductor le dirigió unas palabras, unas únicas palabras.
_ ¿Esto era lo que quería ver, señorita?
Al día siguiente, Norma emprendió el viaje de regreso a España.
Mientras Norma, en la cocina preparaba la salsa del asado y daba el último toque a los postres, Jorge terminaba de contar a sus amigos esta historia. Después, el silencio llenó la estancia.
Jorge descorchó una botella de vino y rompiendo el silencio que aquella historia había dejado en el salón, solemnemente dijo:
_ Esta es la historia, tal y como Norma la vivió.
Después llenó de nuevo las copas, poniéndose de pie alzó la suya y brindó.
_ ¡Por Norma y por Mónica!
Apoyada en el umbral de la puerta del salón, Mónica observaba callada.
Cuando Jorge se dio cuenta de la presencia de la niña, con tono cariñoso le dijo:
_ ¿Qué haces ahí? Anda, vuelve a la cama ,pequeñaja.
_ Papá- contestó Mónica- Me acuerdo de cuando mamá me limpio las legañas de los ojos.
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