martes, 14 de julio de 2015

OJOS VERDES 





Subiendo y bajando por los terraplenes del pueblo, pasaba el verano sobre la bicicleta. Aquella que estuvo  alojada y maltrecha durante años en los corrales de padre,y yo  pude recomponer. Don Gabino, el boticario, en cada caída, rociaba mis rodillas con yodo. Terminada la cura, me ponía en marcha en mi único quehacer estival hasta que regresó Sara. Entonces el párroco se empeñó en confiscarme primero la bicicleta, y como era capaz de encontrarla en la sacristía, terminó por quitarme los pedales. Así que el camino se me hacía más largo hasta la casa de Sara y sin embargo no cejé en mi afán de visitar a diario a la mujer, que hace años, quizá con la misma bicicleta, mi padre rondó durante todo un verano; Sara, alcahueta y prostituta, que había abandonado el pueblo a fuerza de palos y a la que, aunque tuviese que ir andando, yo necesitaba ver, sabiendo que luego  me esperaría el cinto de padre. Ni el yodo podía curar mis lágrimas, no por los golpes que recibía, si no por otro asunto. El que no me dejasen verla, no cambiaba el hecho de haber heredado los ojos más verdes del páramo.