Carmen abre las ventanas de la casa para que entre el aire y respiren las paredes. Es indiscutible que su tío había sido un buen fotógrafo de bautizos y comuniones, pero la limpieza nunca se le dio bien. Se remanga la blusa y se entrega a un baile de plumero y escobas. Mueve sillas, sofás y mesas. Y ya en la segunda planta, barre los vestigios acumulados desde la desaparición de su tío. Justo al introducirse el escobón bajo la cama, este encuentra un obstáculo que le impide moverse. Ella, poniendo rodillas en suelo, asoma su cabeza bajo el somier y encuentra el objeto que frena el movimiento. Un retrato de su tío, originalmente confeccionado con fotografías infantiles. Sabía que la mirada del joven fotógrafo aparecido en el pueblo vecino, la había visto antes. Carmen se mira al espejo y descubre arrugas alrededor de sus ojos, observa sus manos y ya no encuentra en ellas la tersura de la juventud, por ella están pasando los años. En un monólogo interior se dice que siempre le gustó la fotografía y toma una decisión. ¿Por qué no? Acaso el arte también se herede.